Una moneda romana en la cordillera patagónica – ANA MARÍA MANCEDA Cronica Literaria

entirse intranquilo, lo único que deseaba era que la expedición termine, sabía que en no muy lejano tiempo volvería por su tesoro.

Las fuerzas de los expedicionarios se iban agotando, habían fracasado en encontrar la “Ciudad de los Césares”. A manera de despedida, en la noche de plenilunio, los esclavos, luego de atender a sus amos, prepararon una ceremonia para sus Dioses, los brebajes alcohólicos fueron compartidos por los expedicionarios. El topógrafo fingió que bebía, no soportaba el alcohol. Por la madrugada todos dormían, la luna gigante iluminaba una de las noches más frías y bellas de ese final de verano. Arropado hasta la cabeza, Don Alonso aún despierto, como en alerta, sintió murmullos y movimientos ligeros, al destaparse solo pudo percibir el último destello de la luna que rozaba su profunda mirada celeste y aterrorizada. Su pecho herido exhaló un silbido que viajó por el bosque huyendo hacia la luz. Luego el silencio.

 

Bárbara quedó impresionada con la historia, debajo de la narración había unos bosquejos que parecían indicaciones de terreno y el dibujo de la moneda que detallaba la historia, sin duda la misma moneda que Federico usaba de amuleto ¿Qué relación habría entre las vicisitudes del tal Don Alonso González y la vida del desaparecido Federico? Un escalofrío le recorrió el cuerpo ¿Acaso no había cierta analogía entre el destino del esclavo y Julio, su marido? Pero el tiempo todo lo puede. Al pasar los años la joven formó un nuevo hogar, los hijos dieron luz a un pasado oscuro que reflejaba su tristeza sobre todo en las noches de otoño. Un domingo, Bárbara y su familia, fueron de excursión al bosque, iban a la tradicional cosecha de hongos para su posterior secado, los chicos entusiasmados corrían junto a su padre por los senderos. Al atardecer luego de merendar resolvieron regresar, era principios de otoño y el frío comenzaba a sentirse, por las ramas desnudas de algunos árboles se esbozaba imponente la luna llena. Mientras guardaban sus cosas Bárbara sintió un silbido, miró asombrada, su marido emitía los sonidos de “Tristán e Isolda”, cosa rara en él, quedó pensativa, recordó la mirada celeste de Federico cuando escuchaba esa música, de pronto observó un objeto extraño entre los pastos del suelo, lo tomó, parecía de metal, lo frotó en su vaquero y lo elevó para mirarlo mejor. Su marido dejó de silbar, su mujer daba vueltas al objeto en el aire, jugando con él como posesa, los últimos reflejos del sol iluminaban una moneda de bronce, en su reverso se divisaba la figura de un toro grueso de patas cortas y en su anverso la cabeza desnuda de un imponente emperador romano. Desesperada buscó refugio en la presencia de su marido, éste, sonriente, la miró amoroso desde sus intensos ojos celestes.

 

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